martes, julio 16, 2019

Argüeso 2019: otra aventura de Flanaghan


Mi nombre es Flanaghan, John Flanaghan. Soy detective privado, y no te voy a mentir: soy de los mejores en este oficio.

Aquel día podría haber sido otro más. La mesa de mi oficina rebosaba de papeles, y un aparato de aire acondicionado demasiado viejo apenas podía combatir el asfixiante calor. Pero no era un día cualquiera. Me habían dado un chivatazo: algo muy gordo iba a ocurrir en la zona norte. No estoy hablando de un trapicheo sin importancia, o de un golpe en una gasolinera, no. Estoy hablando de que alguien pensaba robar un castillo. Un puñetero castillo. Corruptelas inmobiliarias, implicados entre la alta nobleza... aquel asunto prometía.

Nadie me había contratado, pero este tipo de cosas atraen a la gente de mi gremio como un pastel de carne atrae a un perro hambriento. Uno puede apuntarse algunos nombres, enterarse de un par de cosas por las que alguien podría pagar más tarde, y hasta conseguir que algún pez gordo le deba un favor para más adelante. No tenía nada mejor que hacer, así que eché un par de cosas en la maleta y me dirigí hacia... sí, hacia Campoo.


Allí había tanta gente que iba a ser casi imposible encontrar un sitio donde dormir, pero afortunadamente, el nombre de Flanaghan aún abre algunas puertas. Conseguí colarme en el edificio que quería vigilar, busqué un rincón discreto y, echando el sombrero sobre mis ojos, me dispuse a esperar a que alguien cometiera un error.


Ya había amanecido cuando me di cuenta de que allí se tenía que estar cociendo algo gordo. Aquello estaba lleno de caras muy conocidas en los peores barrios del país. Estaba rodeado de la peor chusma que uno pueda imaginarse, pero estaba acostumbrado: al fin y al cabo, ese es mi trabajo.


Pero yo no había venido a por esta gentuza. Yo venía a por los peces gordos, así que me, esbozando mi sonrisa más sarcástica, me puse a investigar por la zona en la que sospechaba que podía estar planificándose el auténtico golpe. Dejé caer un par de monedas por aquí y por allá, y pronto pude colarme en la zona privada de los mandamases. Lo cierto es que esta gente no se priva de ningún lujo, nada que ver con el cuchitril en el que vivo. Sedas, pieles, mujeres despampanantes... Pero no encontré a nadie con pinta de capo, así que me largué de allí para seguir husmeando por los alrededores.

Fotos cortesía de los Iparreco Iaunac

El trabajo de un detective privado no siempre es beber whisky muy barato, tontear con rubias platino muy caras, y disparar a mafiosos en callejones oscuros. A veces hay que sentarse y vigilar, esperando durante horas a que pase algo. Y para eso, cuando no dispones de un viejo Buick aparcado frente a la casa del sospechoso donde fumar un cigarrillo y beber una soda, no hay nada mejor que despojarse de tu gabardina y de tu sombrero y tratar de pasar desapercibido entre los habituales de la zona.

Otra foto cortesía de los Iparreco Iaunac

Tras un rato de espera, un alboroto en el exterior me confirmó que, tal como sospechaba, algo estaba pasando. Me levanté con una mueca sardónica y, tomando nota mental de las reacciones del resto de presentes, me dirigí a ver qué estaba ocurriendo.

Y, desde luego, el espectáculo no me defraudó. Por la puerta entraba el mismísimo Pedro Lasso, a.k.a. Antillón, a.k.a. Aspi... ya había perdido la cuenta de los nombres por los que se hacía llamar este tipejo, que cambiaba de identidad más que una cabaretera de sombrero. Pero, no importaba qué nombre usara, siempre mantenía una manía muy personal: cuando se ponía su elegante traje azul, alguien estaba a punto de pasarlo mal. Y ese día lo llevaba puesto.

Y otra más


Lasso y sus matones venían muy crecidos. Nada más entrar, encarándose a la gente, anunciaron a diestro y siniestro que aquello era, a partir de ese momento, parte de su territorio. Puede que alguien estuviese pagando así sus deudas de juego, o que los actuales propietarios hubiesen caído en desgracia a los ojos de algún capo importante; pero Lasso dejó muy claro que ya tardaban en ahuecar el ala.



Casi se me borra el gesto imperturbable cuando vi quién era hasta el momento la madrina que gobernaba ese territorio con puño de hierro, y a la que Lasso pretendía desalojar. Nada menos que Leonor Díaz, a.k.a. Ari, a.k.a. No-sé-qué-más. Discretamente di un paso atrás entre la multitud, intentando que no me reconociera. Leonor Díaz y yo habíamos tenido nuestros más y nuestros menos en el pasado, y era posible que aún estuviera resentida por un pequeño incidente en el que estuve a punto de acabar con ella.

- Flanaghan, aparta, esto no es cosa tuya.

Cuando escuché esa voz, un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Leonor Díaz tenía en nómina a algunos de los sicarios más peligrosos de la zona, y yo ya sabía de lo que eran capaces. El que me había hablado era el mismísimo Frank "Matabrujas" Boru, un tiparraco mal encarado que solía hacerse pasar por un inofensivo anciano antes de sacar a bailar sus dagas. Así que me quité de en medio cuando empezaron a tocar las narices a los matones de Lasso. Aquella no era mi guerra, y no quería llevarme la cuchillada perdida de algún puñal mal dirigido, así que dejé que aquellos gorilas se enfrentaran entre ellos mientras les observaba con mi aguda mirada de detective. Y ahí fue donde empecé a darme cuenta de que había algo más raro de lo habitual. Porque, desde que le vi entrar por la puerta, el lugarteniente de Lasso me sonaba de algo. ¿Con quién le había visto poco antes, en actitud sospechosamente cariñosa?


Algo que no terminaba de entender estaba reconcomiéndome. Esto iba más allá de la típica guerra territorial, aquí había gato encerrado, y yo iba a encontrarlo. Tenía un mal presentimiento, y mi instinto de detective nunca falla. Por eso apenas levanté irónicamente mi ceja izquierda cuando Pedro Lasso apareció muerto poco después de tomar posesión de su flamante castillo.

A ver, de aquí en adelante, si la foto es buena y no digo lo contrario, casi seguro que es cortesía de los Iparreco ¿vale?

Pero... ¿quién y cómo había dejado tieso a Pedro Lasso? Podía haber sido casi cualquiera, pero los sicarios del fiambre inmediatamente fueron a por tres sospechosos: Leonor Díaz, la señora; Iñigo de Mendoza, el teniente del castillo; y Rodrigo Ortiz de Zárate, el administrador.


Todo el mundo corría como loco intentando averiguar qué había pasado exactamente, pero mi olfato me decía que el cocinero sabía más de lo que aparentaba. Y no era por el olor a ciervo estofado.


Mientras todos iban arriba y abajo, haciendo preguntas y buscando pistas, yo decidí vigilar al cocinero y averiguar qué se traía entre manos. A partir de ese momento, debía ser su sombra, pero él no debía sospechar nada. Debía ser discreto y pasar desapercibido, sin que él supiera que estaba atento a sus tejemanejes.

- Flanaghan, ¿qué haces aquí?
- Vaya, vaya, mi colega Frank Candles en persona. ¿No deberías estar buscando pistas por ahí?
- Vamos, Flanaghan, tú y yo sabemos que aquí se está cociendo algo, y que eso es siempre  cosa del fogones. Estoy aquí para vigilarle, igual que tú.
- Muy bien, Candles, pero que no nos vea juntos y no te busques la misma tapadera que yo, no vaya a sospechar.
- Bien.
- Bien.


Busqué una excusa para que mi presencia a escasos metros del interfecto no resultara sospechosa, y, fingiendo quedarme traspuesto tras la comida, escuché atentamente todo lo que maquinaba el cocinero. Estaba claro que era el que manejaba el cotarro. Un comentario por aquí, una respuesta por allá... Pronto todo el mundo bailaba al son que él tocaba. Pero no todos supieron desentrañar aquel misterio. Y ahí fue cuando decidí abandonar mi tapadera y hacerle cantar.

- Eh, tú, el de rosa. Te he estado observando. Sé lo que tramas.
- No me toques las narices Flanaghan - dijo él mientras se sacaba una brizna de hierba de entre los dientes con gesto avieso. - Llegas muy tarde. Ya han averiguado lo que ha pasado.
- Vaya, veo que conoces mi nombre. - respondí mientras comprobaba que mi arma seguía en su sitio habitual. - y dime, ¿quién lo ha descubierto esta vez? ¿Sherlock Ardanuy? ¿Hércules Saguardia?
- No tienes ni idea ¿verdad, Flanaghan? Todos vosotros os estáis haciendo viejos, asúmelo. Han sido ellos. -dijo señalando a lo que me había parecido una simple banda de advenedizos.- Sangre nueva, Flanaghan, sangre nueva.



- Vaya, parece que entonces llego tarde. ¿Qué fue lo que pasó al final?
- Le metieron un puñal en el pecho. Era el puñal de Antonio de Proaño.
- ¿Y ese quién es?
- Un fulano que va por ahí largando no sé qué sobre derrocar a la nobleza y el reparto de espadas mojadas. ¿Te lo puedes creer?
- ¿Y es por eso por lo que le dio pasaporte a Lasso?
- No, era su cuchillo, pero no era él quien lo empuñaba.
- ¿El administrador, entonces?
- No, ese tenía coartada. Tres coartadas, que ya quisieras para ti. Bueno, o tal vez no. Líos de faldas, ya sabes.
- Estamos en el siglo XIII. Todos llevamos faldas. Y tú hasta vas de rosa.
- Ya sabes a qué me refiero, Flanaghan, no me provoques. Y no fue él, fue el castellano.
- ¿Le han trincado?
- No, que va. El castellano no debe ser demasiado listo, cuando le apuñaló, el tipo ya había palmado hacía rato. Veneno. En el vino con el que le recibieron.
- Vaya, ya decía yo que la criada me parecía sospechosa.
- No seas inocente, Flanaghan. La criada no era más que un peón. Fue la señora la que lo orquestó todo.
- ¿Leonor? Joder, uno ya no puede fiarse ni de la nobleza.
- Y que lo digas, Flanaghan. Y que lo digas.
- ...
- ...
- Oye ¿de verdad eres cocinero?
- Sí que lo soy. ¿Por qué lo preguntas? ¿Algún problema?
- No, sólo quería saber a qué hora se cena.




Parecía que el caso estaba resuelto, así que, por una vez, dejé de lado mi habitual cinismo y mi media sonrisa y me dispuse a pasar un buen rato. Era hora de buscar algún tugurio en el que apurar un par de tragos y disfrutar de algún espectáculo. Había un teatrillo esa misma noche, y me dije: diablos ¿por qué no?





Ya era hora de pasar página y volver a mi despacho. Otros casos me esperaban, tenía más investigaciones por delante, pero algo no dejaba de dar vueltas en mi cabeza. Antes de irme decidí dar una última vuelta por el ala noble y encontré un pergamino en el que se contaba toda la historia. Bien, esta gente tiene manías raras, y es normal que les dé por tomar nota de todo esto, pero... ¿por qué me daba la impresión de que la tinta estaba demasiado seca, y de que la historia estaba escrita desde antes de que ocurriera?


CANTAR DE LO ACAESCIDO EN EL CASTIELLO DE ARGÜESO
                                                                     (Sí, esto también es cosa de los Iparreco)

Aquestas gentes de Argüeso,
al pie de la Palombera,
si tuviesen buen sennor,
¡qué buenos vasallos fueran!


Llegóse don Pedro Lasso
de la torre de la Vega,
recorriendo el sennorío
cual mal le perteneciera.
Andóse desde Proanno
A los corrales de Buelna;
Reinosa, Salces, Fontibre
Donde el Ebro se nasciera.
En el castiello de Argüeso
su prima lo recibiera.
Donna Leonor se llamaba,
sennora de aquellas tierras.

Si tuviesen buen sennor,
¡qué buenos vasallos fueran!

Don Pedro Lasso acompanna
las muy reales sentencias;
su maxestad don Alfonso
Ansí dispone e ordena.
Donna Leonor obedece,
otro remedio non queda.
A Iennego de Mendoza,
home de sangre muy luenga,
A Rodrigo Ortiz de Zárate,
e a otras gentes de nobleza
Don Pedro lasso les falta...
Venganza se juramentan...

Si tuvieran buen sennor,
¡qué buenos vasallos fueran!

Malos hados acaescieron,
Los que en hora mala hubieran.
Don Pedro fue amanecido,
Muerto a la hora primera.
Non fueron lanzas ni dardos,
Ni espada en lance de guerra;
Fue con un punnal cobarde
El que la muerte le diera.
¡Mala fortuna le hubo
al pie de la Palombera!

Si tuvieran buen sennor,
¡qué buenos vasallos fueran!

Mas non fuera aquel cotello,
de hoxa afilada e negra,
lo que acabara su vida
de aquesta triste manera.
Los homes de Pedro Lasso
al punto lo descubrieran.
Que non fue punnal de acero,
Que non fue daga certera.
Fue arte de morería,
fue ponzonna traicionera.
Oropimente e belenno,
e cocimiento de yerbas.

Si tuvieran buen sennor,
¡qué buenos vasallos fueran!

¿Quién la mixtura mezclara?
¿Quién la pócima sirviera?
El vino de los banquetes
El bebedizo escondiera.
Don Pedro lasso fue muerto
Por conxuras palaciegas.
Non como buen gentilhome,
Sino alimanna rastrera.
El fierro que lo sangrara
Mano de home paresciera,
pero las artes de bruxas,
muxer las acometiera.

Si tuvieran buen sennor,
¡qué buenos vasallos fueran!

A la xusticia del rey
Donna Leonor marcha presa.
Los villanos e villanas
quieren quebrar sus cadenas.
Defienden a su sennora
de mesnadas forasteras.
Los soldados de don Pedro
huyen de la fortaleza.
Mas... ¿do va donna Leonor
con su dama compannera?
¿Por qué corre del castiello
e de sus murallas recias?

Si tuvieran buen sennor,
¡qué buenos vasallos fueran!

Donna Leonor e su dama,
Ofuscadas que estuvieran,
corren a los mesmos homes
que las quieren prisioneras.
Los villanos e villanas
luchan e sangran por ellas...
E las dos damas confusas
sin más batalla se entregan.
Sin don Pedro e sin Leonor
el buen castiello se queda.
Las fieles gentes de Argüeso
mejor sino merescieran.

Si tuvieran buen sennor...
¡qué buenos vasallos fueran!